El ADN de los símbolos
Cuando vemos referencias a la transmigración de las almas en la kabalah, la Enéada, la República o una leyenda hindú, no se nos ocurre creer que podría, quizás, si nos ponemos los anteojos y esforzamos la vista, descubrir un velo accidental y un símbolo oculto detrás.
Por: Federico Erostarbe
En este último tiempo aprendimos a mirar
de otro modo las alegorías religiosas y épicas mitológicas y
descubrimos desde un pantano inagotable de miedos, fobias y sondas del
inconsciente más freudiano a imágenes reflejadas en la claridad de un
lago colectivo y jungiano. Las historias de nuestros antepasados pasaron
de ser una muestra de un estilo de vida primitivo e ignorante a una
ventana (entreabierta) a nosotros mismos. Y en el proceso nos dimos
cuenta también que podíamos encontrar correspondencias entre algunas
deidades, principios o episodios mitológicos y leyes universales.
Una cosa es creer que el karma es un
sistema de justicia llevado a cabo por una burocracia sobrenatural (que,
por lo visto, trabaja en horario de oficina, explicando alguno de los
aparentes problemas que habría en el Universo -para colmo, no hay línea
telefónica de atención disponible las 24 horas). Otra muy distinta es
ver al karma como una sencilla y plena prefiguración de la ley física de
causa y efecto al punto que esta es una metáfora del karma y no al
revés.
Del mismo modo pusimos orden a una
interpretación que veía diosas griegas en cada cráter de la Luna y vimos
en el trinomio compuesto por Selene, Hécate y Afrodita un compendio
enciclopédico de los distintos aspectos del satélite y las maneras en
que nos afecta a nosotros, parte de la naturaleza y a la naturaleza en
general.
Aprendimos a leer el lenguaje simbólico
de nuestras propias historias pero hay un rincón que hacemos todos los
esfuerzos imaginables por interpretar literalmente. Cuando leemos a
Platón contarnos la alegoría de la caverna no se nos ocurre pensar que
el filósofo griego puede estar hablando de otra cosa que una metáfora,
un mapa simbólico más o menos fiel de las realidades, los sentidos y el
conocimiento.
En el momento que Platón se acerca al
rincón de la literalidad y la muerte, se agotan las alegorías.
Independientemente de si el filósofo creía, o no, en la metempsicosis
(una creencia extendida a lo largo de los territorios mistéricos),
encontramos en esas palabras, en lugar de un símbolo, un territorio
desesperado. Cuando analizamos el simbolismo de una leyenda o un cuento
infantil, la creencia original en la literalidad de la historia no dice
mucho sobre ella.
Un granjero griego del siglo VIII antes
de Cristo seguramente creyera en Selene con la misma credulidad que hoy
en día tantos millones de personas creen que la homosexualidad es un
pecado y que hay políticos honestos. Un esclavo de New Orleans que no
veía una guerra civil que lo liberara en su futuro próximo (para pasar a
otra forma de esclavitud políticamente correcta) no encontraba refugio
en los Loa reconociéndolos como unos de los estratos más antiguos de la
parte humana del cerebro -eso no quiere decir que no lo sean.
El posmodernismo mágico en que vivimos
(el realismo colapsado sobre sí mismo) nos permite ver aquello que
representan los Loa sabiendo que no pueden existir (una maldición del
escepticismo que debemos condimentar siguiendo la receta de Ezra Pound:
con amor y alegría). Claro que podemos hacer esto siempre que no haya
flechas de todos colores y tamaños apuntando con elocuencia de neón a la
muerte: al acercarnos a la muerte no hay símbolos ni mitos ni
alegorías.
Cuando vemos referencias a la
transmigración de las almas en la kabalah, la Enéada, la República o una
leyenda hindú, no se nos ocurre creer que podría, quizás, si nos
ponemos los anteojos y esforzamos la vista, descubrir un velo accidental
y un símbolo oculto detrás. Donde vemos metáforas, miedos y principios,
en el caso de la muerte parece haber solamente dos alternativas: o la
fe absoluta y la creencia en una serie infinita de requerimientos
bastante difíciles de cumplir para llegar a la existencia de un alma
eterna o el miedo a la muerte.
En el caso de la muerte, parece no haber
espacio para los símbolos -salvo en el caso del Bardo Thodol, que
Timothy Leary y Richard Alpert, en un día de descanso de los problemas
en la isla de Lost, descubrieron que los patrones y las luces y las
transformaciones y las deidades iracundas son una guía maravillosa hacia
la experiencia de estados no ordinarios de conciencia. En el caso de la
reencarnación, parece no existir interpretación alguna que nos saque el
mal gusto de la boca.
A no ser que veamos la reencarnación
como el mito del héroe en una historia verdaderamente épica e inagotable
cuyo protagonista es el ADN. A no ser que veamos en la postulación de
una entidad eterna que vuelve a la vida una y otra vez para continuar un
camino extenso hacia un destino superlativo una metáfora de la
genética, de la evolución y las mutaciones y en lugar del camino del
alma hablemos del camino de una humanidad y en lugar del destino
irremediable de un individuo hablemos del futuro de todos nosotros. A no
ser que la reencarnación se convierta en una metáfora del ADN o, como
con el karma: a no ser que el ADN se convierta en una metáfora de la
reencarnación.
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